El niño estaba acostado bajo las colchas y las frazadas de su cama. Miraba las estrellas de plástico que tintineaban en su cielo raso. Hacía bastante calor, pero él no quería salir de esas telas, pues sus hilos lo sostenían de caer hacia quién sabe qué clase de abismo.
Entonces el niño jugaba, imaginaba líneas entre esos puntos, constelaciones de una mitología propia, donde astronautas, leones y criaturas viajaban entre arrecifes y planetas en toda clase de aventuras. Era fácil reír entre esos fuegos que le lamían la cara como si el propio Sirio hubiese bajado a jugar con él.
Algo andaba mal, algo en esos cuartos que el fuego ya había comido. Se oían los ruidos de los pasos y los golpes. Las marcas en su cuerpo eran la enseñanza de lo que sucedía cuando se asomaba a ver qué había en esa parte de la casa. El niño temblaba y oía los idiomas de esas voces ajenas. Quería aprenderlos, entonces inventaba palabras con las que proclamaba sus tierras oníricas. Dibujaba mapas con la brea de sus paredes y cerraba los ojos con mucha fuerza.
Hablando con esos héroes, él también podía huir hacia sus historias, lejos de su cuarto inundado de humo y llamas. Asfixiado, el niño tosía y sudaba. Hacía tiempo que nadie preguntaba por él. Pensaba en dónde estaría toda esa gente, cómo serían sus casas, sus habitaciones y los dibujos en sus paredes.
El niño estaba solo y aunque le hubiese gustado que lo llevaran a comer un helado a la plaza, sabía que no podría saborearlo sin que el fuego que lo perseguía lo derritiera todo. Ese fuego que ya había derribado la puerta y entraba velozmente a arrancarlo de su cama. Ese fuego que como hechizo, lo empujó a vivir por siempre entre historias, estrellas y ensueños.
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