Es la lluvia golpeando contra el techo de chapa lo que te indica que la existencia no se reduce a tus pensamientos. Todo lo que está alrededor tuyo se manifiesta de repente con una vivacidad inusitada. Es un poco espeluznante ver una silla como el cacho de madera sobre el que te apoyás todos los días de tu vida. Sus colores, su forma, algo de su aparición tan inerte te perturba, como si por primera vez en la vida realmente estás contemplando a ese objeto que siempre diste por aludido. La silla no siente, no mira, ni respira; simplemente existe como una conjunción de trozos, ángulos y texturas cuya finalidad es proveerte una superficie donde reposar indefinidamente.
Te sentás. El tiempo se dilata y se percibe casi como si estuviese presente en la humedad del aire. Hay una pesadez en esta contemplación tan cruenta, que te arranca del ritmo diario de la desesperación, la ansiedad y las obligaciones. Sentís una tensa tranquilidad. Suena paradójico, pero atraviesa tus nervios y la experiencia supera las palabras que intentan describirla. Tanta quietud y espera pareciera asfixiarte de a momentos, como si hubieses sacado la cabeza del lodo y ahora tenés que recordar cómo era respirar nuevamente.
Los minutos se posan sobre vos, te anclan a la silla, la silla que ahora existe con una vivacidad impropia, la silla que ocupa ese espacio que podría ser la nada misma, pero el azar quiso que sea el lugar donde debe estar y vos encima de ella, sofocado por una existencia que se hace cada segundo más densa, más real, un conjuro que sana y enferma a la vez, un estado de percepción que enloquece y reconforta al mismo tiempo. Suspirás un aire fresco e infinito, tus pulmones se inflan como nunca y al largar todo, un placentero escalofrío se esparce por tu pecho y extremidades. Los velos que median tu psiquis con la materia se desgarran y te vas dando cuenta de lo insoportable.
Existir es sólo esto.
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